Mario Benedetti ha escrito algunos de los cuentos más bellos y sutiles de la literatura hispanohablante. Así de pronto recuerdo «Los pocillos», «Corazonada», y por lo singular, «Puntero Izquierdo«.
Escribiendo de fútbol, demostró que se puede redactar con maestría acerca de cualquier tema. Lo cual me parece tremendamente meritorio; hoy vivimos el proceso inverso, pues hay mucha gente que escribe en medios de comunicación acerca de problemas trascendentales y resulta totalmente insulsa, unas veces por lo sesgado de la información, la mayor parte de ellas porque importa más la «moralina» que el propio mensaje, que la propia noticia. Vivimos en una constante representación de lo políticamente correcto.
Si han visto un partido de fútbol últimamente y escuchan el público simulado, los falsos sonidos procedentes de la supuesta grada, creo que es una forma muy gráfica de representar lo que estamos viviendo, consecuencia del tipo de sociedad que nos hemos dado; aletargada por un yo tremendamente falso con adoquines de selfies y emulaciones de calcomanías andantes: un tatuaje puede ser bello, como lo puede ser una barba <<pues dónde hay vello hay alegría, aunque una cosa es una pelusilla corta y otra muy distinta…>>, y cuando el cuerpo es un lienzo también puede encontrase la belleza, pero hay demasiado mal gusto, no hay que ser desleal a uno mismo por una simple moda.
Recuerdo algunos personajes que me vienen a la memoria, del Instituto de Bachillerato, individuos que ahora me parecen tremendamente literarios porque contaban con identidad propia (algo que se echa mucho de menos desde el punto de vista intelectual y también estético).
El «Punky-pop» que ni era Punky ni era Pop, una cosa híbrida entre Los Chichos y La Polla Records; la «Feapotra» (una joven poco agraciada pero con una suerte enorme); el «Doctor Infierno», que se pasaba el día prendiendo hogueras; Jose «El ligón», un acosador en toda regla que hoy sacaría los colores al propio Harvey Weinstein; «La niña de la coliflor» una chica que llevaba, a modo de peinado, una auténtica hoja de lechuga en la cabeza (enorme hoja); «La Margaflor», un efebo que destacaba por su pelo «cardado», brillante por el limón y/o la gomina, ochenteno para más inri; el Nuti (personaje que apenas hablaba, simplemente gruñía); Olegario «el de las 8:30», que era portador del tiempo, cual Krónos, siempre tenía esa misma hora en el reloj, daba igual si preguntabas por la mañana y por la tarde; porque antes amigos, no sé si se han dado cuenta, se preguntaba la hora, ¿y cuánto tiempo hace que alguien le pregunta la hora?
Hemos terminado normalizando la vulgaridad. Todos idénticos. Todos iguales, cuando no lo somos realmente. Vivimos una constante exposición de la falta de carácter, se echan de menos personas que destaquen más por su forma de ver la vida, por su actitud y predisposición vital que por su apariencia. En otro tiempo podías identificar fácilmente a un Punk o a un Mod, a un Heavy, e intuías que había cierta ideología «cultural» detrás de esa pose, cierta tradición (en el buen sentido de la palabra); por eso ahora puedes encontrarte con alguien con pinta de ser primo de Johnny Rotten y no haber escuchado en su vida a Sex Pistols, por eso hay tanta gente con camisetas de los Ramones.
Y alguno dirá que me estoy haciendo viejo, pero hete amigos que lo soy (en cierta forma al menos). Y no puedo entender ciertas cosas. Pertenezco a una generación en la que nos ha importado una mierda la sexualidad de cada uno, la forma de vivir la vida de cada cuál, la manera de entender su independencia personal, incluso diría que (por desgracia) hasta la política, porque era más importante el trasfondo que la forma, la actitud que la propia ideología; no hacía falta exponerse continuamente y defender causas públicamente para parecer el más progre ni el más conservador; ahora cada uno hace de su capa un sayo, hoy es el escudo de la Guardia Civil y mañana la bandera republicana; hoy tenemos jerga sobre el discurso del Rey y mañana sobre la forma de interpretar la historia de las vascongadas.
Y yo me pregunto ¿todo esta uniformidad a quién beneficia? ¿Es un efecto placebo? ¿Somos más tontos? ¿Estamos involucionando? ¿Terminaremos subidos a los árboles? ¿Hay temas tabúes? Ya sabemos que sí, hay opiniones que según quién las vierta son tan sagradas como Faulkner en «Amanece que no es Poco«. Ya lo dijo el «Cabo Santo«:
Vaya por delante que me considero una persona más bien vulgar, me acuso de ser tremendamente simple, de moverme en la mediocridad y no veo nada malo en ello y estoy en mi pleno derecho. Amigos esta crítica no va contra ninguna generación, sino contra una sociedad de la que todos somos responsables. Contra la homogeneidad social, frente a la monotonía organizada, mi deseo es que os arda el culo a todos. Más Platón y menos Prozac.