Los límites entre la literatura y la música vienen marcados, a veces, por algunos elementos muy tenues. Una canción puede ser una pequeña historia o una gran tragedia. Dicen que las grandes Epopeyas de la Literatura Universal están basadas en historias reales, que a su vez fueron muy minoritarias, pero que por causas desconocidas terminaron, por extrapolación, convirtiendo en común lo que previsiblemente era único, lo que parecía ser indivisible. Así que lo que tienen de habitual la música y la literatura, puede ser la capacidad para servir de puente entre el minimalismo y el maximalismo, la oportunidad de soslayar la grandilocuencia de las pequeñas narraciones solapadas por la falta de economía del monumentalismo.
Reconozco que cuando escuché los primeros temas que iban emergiendo de La Canción del Río de Conde, caí en el prejuicio de pensar que era un disco «electrónico». A veces, querido espectador, no se entiende nada, probablemente debido al eterno esfuerzo de consumir una y otra vez una música de lo más insulsa, de riff espaciados con estufas sin calor, de canciones que te dejan frío como un témpano por lo insustancial de su materia: música y letra. Es lo malo que tiene sentirse clasificado, y con la potestad para catalogar a otros. Por fortuna no es lo que nos ocupa.
Escribió cierto pensador que la filosofía era una tontería, y podría decirse lo mismo de la poesía. Salvo en contadas ocasiones, como es el caso, en el que la música exige una cierta transformación de uno mismo, un ejercicio que te despoje de tus prejuicios, de la incómoda realidad que implica creer saberlo todo, ser consciente de eso que llamamos ignorancia, evitar a toda costa la prevención, convertirse en un sujeto pasivo para dejar pasar aquello que todos tenemos dentro; debe ser algo así como exigir a nuestra propia alma que se desnude. Hay pocas formas de hacerlo de forma tan brillante como en este trabajo: si el cantante permanece desvestido, es muy posible que también te sientas despojado, «alarmantemente» necesitado de imbuirse en los múltiples horizontes de La Canción Del Río. Si estás dispuesto a tal inmersión es muy probable que podamos sentir lo mismo, frente al hastío por el hartazgo de la política y el aburrimiento por lo insustancial de mucho de lo que nos rodea. Y es que al final somos hijos de la misma madre, aunque no lo parezca, o al menos a mí, me gustaría creerlo.
Y no estamos aquí, y me incluyo por absoluta falta de modestia, para agitar a las masas. No se trata tampoco de que, el que venga detrás tenga que apechugar con lo puesto, es algo que va más allá, es una cuestión de principios. Por eso no queda más remedio que convertirse en protagonista.
Para entenderlo habría que retrotraerse a aquella famosa escena de Corazón Salvaje en la que Nicolas Cage explicaba a un idiota que su Chaqueta de Piel de Serpiente era un símbolo de individualidad, de creencia en la libertad personal, algo tan cierto como que la cerveza hay que mearla.
Pasen y escuchen, y disfruten. Merece la pena.