Una expresión arquetípica de mi barrio, a la sazón, Vistafranca, acuñada por uno de sus múltiples próceres cual Sumo Pontífice, era y es: «haciendo el pelícano«. Viene más o menos a significar una situación incómoda, con sus variantes que dependen de la hora, estado onírico, alcohólico o cannavico.
El acervo histórico de mi barrio contiene algunos personajes peculiares, anduvo mucho tiempo por aquí el famoso Lengua, terror sin crédito de los niños a la hora de justificar las madres el sí o sí de las meriendas; el tío Tomás aparecía en primavera con sus Barcas y nos dejaba sin campo de fútbol, pues se instalaba con su atracción en el poco espacio que había para jugar a todo (la pelota, el beisbol, las canicas, «El Hierro»…); el «Aeiou» salía «dan Cá Vinagre» a eso de la 1 de la tarde listo de papeles, cuando saludaba sólo alcanzaba a pronunciar esos vocablos, no podía preguntarle usted nada más, tampoco es que viera mucho el hombre; sobre la misma hora el Quiqui esbozaba el Rico Caqui pero por las tardes se despeluchaba la calva y venía gritando a todo el mundo «La Biblia, hip, la Biblia…» eso si que era hip hop, y no lo de ahora; resultaban épicas las batallas campales voz en grito de dos paisanos, uno del Madrid y otro del Barcelona, los balcones se llenaban de espectadores por las risas, pero nunca pasaba a mayores; los niños, ya efebos, te dejaban de vez en cuando, ir a coger «alúas» al descubierto que es ahora la barriada «el Torcal«, que era un voraz y fértil descampado; en el origen de la dos guerras mundiales estuvieron «las guerritas de piedras» en la escalera que separa la Barriada de La Luz de la nuestra, al montón de descalabrados semanales se unía el sucedáneo por la valentía y arrojo de los participantes, una vez intervenías de un lado y otra del contrario, en función de como fuera yendo la contienda; se construían todo tipo de instrumentos bélicos, flechas que aprovechaban el alquitrán de los edificios, patinetes con rudimentarios cojinetes y restos de madera sobrante de vaya usted a saber dónde, y hasta monopatines imposibles de gobernar que aseguraban certeros golpes y reconocimiento reiterado del suelo.
Pero lo más valiente no eran sus batallas campales, para demostrar tu osadía tenías tres opciones: atreverte a cruzar la Carretera de Cádiz (contraviniendo las órdenes expresas de tus padres); entrar en el edificio abandonado de Calle Sierra Blanca, en el que pululaban los primeros Yonquis y no había donde agarrarse, cuando además las madres compraban la leche del cabrero que «pastaba» con sus cabras en los bajos ruinosos del edificio, y así hasta subir al sexto piso esperando no te vieran; y finalmente, la última opción, tener arrojos suficientes para escapar de la segura perdigonada, tratando de urtar caña de azúcar en la zona de la desaparecida Azucarera, y/o recoger Palodul cercar del Río, eso no era ya frontera sino el fin del mundo: sólo los más mayores y audaces compartían esta experiencia Homérica.
Y si cuento esto es porque observo como las personas del barrio se hacen mayores, veo casi todos los días al que fue maestro de escuela, andando como siempre a todas partes, eso sí cada vez más despacio. Observo a los abuelos con sus «tacatás«, con sus ganas de seguir viviendo, y te saludan como siempre, como si cada día fuera el último; no creo que deba cederse ante el paso injustificado del tiempo, nosotros que hemos estado bien servidos, que nos dieron una vida cómoda y ahora contemplamos (nunca mejor dicho) como encuentran una situación de zozobra, de incomodidad, de inestabilidad, de falta de expectativas para los suyos. Vistafranca no es un pueblo, aunque estuvo muchos años extramuros como si lo fuera. Algunos faltan ya, pero en este barrio no se olvida a nadie, pues lo contrario, sería hacer el pelícano.
Pd: Foto Colegio Vistafranca, octavo de EGB, de izquierda a derecha, empezando por arriba: Paco, Antonio, Rafa, Postigo, Mollina, Cristóbal, Rando, y yo mismo.