Atlas de sonidos remotos: planisferio de paisaje íntimo

Parte del mundo que nos rodea se muestra tan extraño y ajeno como a un japonés le pueda parecer nuestra Semana Santa. Vaya por delante que nosotros podemos resultar tan exóticos como cualquiera. Pero parece obvio que en estos tiempos el ATLAS geográfico se ve superado totus tuus por el mapamundi de la cosmografía humana.

Una parte de mi se siente única al albor de «Los acordes del piano de Einaudi sobre un iceberg, el blues eléctrico del desierto africano, la música que viaja por el espacio interestelar, las canciones perdidas de una isla volcánica, la ciudad fantasma que vio nacer a ABBA, las melodías de una cueva submarina, los ecos hawaianos que enamoraron a Elvis, los archivos sonoros ocultos en un búnker ártico, los cantos yoik que inspiraron a Björk, el punk desde la ciudad más fría del mundo…» (Véase Atlas de Sonidos Remotos)

Otra parte se siente ajena a todo bicho viviente, cada cual, firmemente enamorado de lo suyo, condena y extiende su incredulidad volcada de orgullo y cojones, insuflando vísceras que nos convierten en un burro con orejeras.

Por eso hoy, que sí tengo que celebrar algo,  te digo que 23 años no son nada, que se han pasado como si fuera un momento, que a tu lado me siento subido a una estrella fugaz. Nada importa más en una vida topográfica que los vaivenes y saltos, los destellos y las luces, también las sombras, que el deseo ardiente de estar juntos, unidos por una misma causa, enfilando la única medida de todas las cosas, la que se debería tener en cuenta, la del querer.